MI MADRE Y LA VIRGEN DE CHAPI
-Cuentos para leer durante la cuarentena-
Por Orlando Mazeyra Guillén
“Había una vez un perrito llamado Solosín…”
G. C.
—Nunca pensé pasar por esto —me dice mi madre mientras se prepara una taza de café con leche. No se trata de un sábado cualquiera. Es otro fin de semana en medio de un encierro que parece no tener fin. Ella también ha perdido la cuenta. Creo que ya vamos por el día cincuentaicinco.
—Creo que nadie lo pensó —le respondo y sé (ojalá me tenga que morder la lengua) que lo peor recién está por llegar.
—Mañana va a venir la virgencita de Chapi: la van a traer en un helicóptero —me informa emocionadísima—. Al mediodía hay que subir al techo con pañuelos blancos.
¿Subiré al techo junto a mi madre para agitar un pañuelo blanco? ¿Servirá de algo? En realidad, se trata de lo mismo de siempre: ficciones. ¡Nada más que ficciones, mamá!
***
Creo que nunca podré explicar lo que siento por Sara, es decir, mi madre. Ella nació en Arequipa en 1952 (siendo la última hija de mi abuela María Jesús) y 28 años después me trajo al mundo en el hospital Carlos Alberto Seguín Escobedo. Eligió mi nombre —el de mi padre— y quizá se equivocó. ¿Qué madre no lo hace?
No quisiera escribir jamás: «Hoy ha muerto mamá». Y menos hacerlo con la apabullante frialdad de aquel personaje de El extranjero de Albert Camus. Es importante que Sara lo sepa (o que se lo recuerde): mientras yo viva ella nunca morirá (y viceversa, lo sé). No es amor sino acto de fe. Memoria sólida e intransigente. También, para bien o para mal, borrasca de recuerdos que moldearon mi existencia.
Juro que, a pesar de su paciencia e ingenio para llamar mi atención, jamás me interesaron sus clases de biología o química. Sin embargo, una vez me mandó a leer un cuento titulado «El profesor suplente».
—¿No te parece terrible la historia de ese pobre hombre? —me preguntó a modo de lección mientras me servía la comida.
—Sí —asentí turbado—, se olvidaba todo lo que había estudiado.
—¿Quieres que te ocurra lo mismo?
—No —repliqué sin dudarlo.
—Entonces tienes que olvidarte de jugar a la pelota en el parque y ponerte a estudiar como tu madre. Yo no salía de mi casa cuando era escolar. Me encerraba en mi cuarto y no paraba hasta saberme todo de memoria, ¿entiendes?
No. Desde luego que no entendí.
Quizá Ribeyro no era más que una coartada para decirme que no quería verme fracasar. Siempre respetó al autor de La palabra del mudo. Tal vez sea por su sobriedad. Nunca le gustaron los libros de Reynoso o Vargas Llosa: «son sucios», afirma y, por lo tanto, hay que tener mucho cuidado con ellos. Y nunca entenderá —lo lamento muchísimo, mamá— lo importante que es para mí esa «suciedad» que tanto la espanta.
A propósito, recuerdo aquella vez que no pudo terminar de ver Amores perros. Las escenas le parecieron muy fuertes. Realmente insoportables. No sé cómo logré que terminara de ver El bebé de Rosemary. Se asustó mucho… y eso que no pude contarle datos importantes de la biografía de Roman Polanski. Aunque no siempre nos fue mal con las ficciones audiovisuales: le encanta Ricardo Darín, como a la mayoría. Y le gustaron mucho Un cuento chino y Truman (luego se la recomendó a mi hermana mayor, con quien la vio por segunda vez… ambas terminaron llorando). Sé que Bergman la deja pensando. O eso quiero creer. Una tarde nos quedamos varios minutos en silencio luego de ver Sonata de otoño.
***
Los domingos, a golpe de seis de la tarde, yo volvía a pie del estadio Melgar y a ella le bastaba ver mi rostro desde la ventana del segundo piso para saber cómo le había ido al Melgar:
—¡Han ganado! —le informaba a mi hermana—. Corre ábrele la puerta al Orlando.
No se alegraba por el Melgar sino por su hijo, pues tampoco le interesa el fútbol. Para ella Maradona es un coquero impresentable. Para mí, en cambio, el héroe más fulgurante de mi infancia.
—¿Tanto lo admiras? —me pregunta sin comprender; aunque, en cierta ocasión, a ella le llegó a conmover la forma en que Maradona se refería a su mamá: la Tota.
—Sí —le respondo—, no tienes la menor idea, mamá.
Nunca le traje un diploma a casa (quizá algunos de puntualidad, pero esos para ti no valen, mamá). Jamás gané un concurso escolar. He desaprobado algunas materias («en casa de herrero, cuchillo de palo», me decía Martín Flor, mi profesor de biología, que la conocía desde la universidad y sabía lo perfeccionista y exigente que eres, mamá). Y en alguna ocasión casi fui expulsado de mi colegio por motivos disciplinarios (mi padre evitó que la sanción tuviera mayores consecuencias).
Sé que estos eventos le han causado una vergüenza profunda. Y no lo siento porque jamás quise parecerme a ella. Es más, me caen mal los chanconcitos, los que repiten como loros las palabras de Bloom para explicar que Shakespeare es de otro lote (pero no han podido saborearlo… y de eso se trata). Los que escriben con manual para ganar el premio de Petroperú. Los que eligen el epígrafe que convenza a esos jurados que jamás se atrevieron (y si lo hicieron, quizá no ocurrió nada importante… ni siquiera en sus entrañas: «simplemente pujos», decía Oswaldo Reynoso de todos los envidiosos que criticaban su vida privada). ¿Por qué menciono todo esto? Porque mamá escribe. O, digo mejor, escribía. Y hasta ganaba concursos.
«No es ficción»: era el título de una historia que hablaba de un vecino suyo, además de amigo de la infancia, que vivía en la calle Hipólito Sánchez Trujillo, en Cerro Colorado. El personaje del relato perdió la cordura por el consumo de drogas (le terminaron practicando una lobotomía en la capital que apagó la poca luz que quedaba dentro de él). Apenas si le cambió el nombre al infeliz en su sobrecogedora historia. Cuando mi profesor de Literatura Pedro Torres nos pedía un poema por el Día Mundial de la Naturaleza yo ponía uno de mi propia madre y él le mandaba felicitaciones indicando, en las hojas de mi cuaderno, que ella era un gran estímulo para mí.
Mamá es, por sobre todas las cosas, maestra. Y fue, desde luego, mi primera maestra. La que me enseñó a mentir. La que, sin quererlo, me hizo alejarme de todo lo que yo no quería ser. Sé que recorta mis narraciones y las guarda, a pesar de todo. A veces se atreve a hablarme de ellas: le aterra que todo lo que escriba sea verdad. Ignora que yo escribo como juego al fútbol, es decir prolongando los juegos de la infancia (nuestra única patria). En ese aspecto me doy la mano (la siniestra) con Ribeyro; y ahora soy (o, más bien, intento ser) como el personaje de aquel cuento que mi madre me mandó a leer en el colegio: maestro. Mi madre, pues, se anticipa a muchas cosas. Me conoce a más no poder y comprende que mientras escriba estaré mejor. Estaré vivo.
Sara es desayuno frugal, palabras cálidas, infusión de manzanilla, caricias rotundas. Sara es «¿me quieres, hijo?». Sara es también: «yo no sé qué me haría sin ti». Sara es mi madre. Quizá no mejor ni peor que otra. Es la única que tengo. La profesora con una imaginación privilegiada, mi primera contadora de historias.
Juan Villoro afirma que el germen de nuestro amor por las ficciones no tiene que ver con «había una vez» (que es como comienzan los cuentos de la infancia) sino con «había una voz»… Esa voz es la de mamá contándome sus propias historias luego de la comida. Quizá la prueba de amor más auténtica sea lo que hago ahora: contarle las mías, sin pudores ni imposturas. Por eso quiero decirle que vamos a seguir de pie. Contándonos historias. Leyéndonos. Sosteniéndonos. Queriéndonos.
Mi hermana, desde Francia, se lamenta. Dice que se pasó media vida cosechando diplomas, medallas, premios, primeros lugares, aplausos… todo para nada. «Ella nunca me lo dijo, Orlando», me confiesa.
—¿No te dijo qué?
—Estoy orgullosa de ti —me responde—. Esas cuatro palabras las sigo esperando, ¿algún día me las dirá?
—A mí tampoco me las dijo —repongo—. Y la verdad, eso me importa poco.
—¿Por qué?
—Porque yo sí estoy orgulloso de ella y no tengo que decírselo. Lo sabe. Y también estoy orgulloso de mis hermanas, pues ambas son madres y traer una criatura al mundo es un milagro, o algo muy semejante.
En los inicios… había una voz, mamá. Tu voz. Tus historias como la del perrito Solosín. Tu temple. Tu «nunca te des por vencido». Tu risa («tenemos que seguir riendo, hijo»). Tu llanto. Tu rabia. Tu niña interior. Tu miedo a morir. Tus suspiros durante la cuarentena. Tu «no he ahorrado nada porque todo se lo he dado a mis hijos». Y yo sé que es cierto. Tengo que decir lo que tú siempre supiste (para que de una vez lo sepan todos): estoy orgulloso de ti.
¿Con eso alcanza? Quiero creer que, al menos hoy, sí. Ahora cuéntame otra historia, mamá: había una vez una madre que, un caluroso domingo de mayo, llegó a convencer a su hijo para subir al techo y agitar pañuelos blancos mientras ella le pedía un milagro a la Virgen de Chapi.
—¿Qué milagro, mamá?
—Ya te vas a enterar…
Ahora recuerdo, mamá, que como me parecía imposible que el Melgar llegara a la fase de grupos en la Copa Libertadores del año pasado (pues tenía que eliminar a la U de Chile y luego al Caracas) prometí, como jugando, ir por primera vez a Chapi para ver a la Virgen si tal hazaña ocurría. Y ocurrió, mamá. ¡Ocurrió! Pero no cumplí mi promesa. No fui a Chapi y ahora, al parecer, la Virgen vino hacia mí. ¿Qué tiene que ver el fútbol con la religión?, preguntarás molestísima. ¡Ficciones de masas! Pero mejor no discutamos… ¿Qué pasó después de la visita de la Virgen?
Cerro Colorado, 10 de mayo de 2020