MAMÁ CUMPLE SETENTA AÑOS
Por: Orlando Mazeyra Guillén
Mi madre no me leía cuentos. Ella misma los inventaba. No sólo para mí, sino también para mis otros tres hermanos. Esas historias de sobremesa marcaron con fuego nuestra vida y, sobre todo, nuestra infancia. No exagero un ápice: mi primera mascota —un can chusco y enorme que fue ultimado por el balazo de un infeliz oficial de la Fuerza Aérea del Perú que estaba cansado de verlo vagabundear por la base militar— fue bautizada con el nombre de uno de los personajes más memorables que ella inventó: Solosín.
Algunos suelen bautizar a sus perros o gatos con nombres (o apellidos) de sus autores preferidos o los de los personajes que estos inventaron. Yo, sin embargo, me quedé prendado, desde muy chico y para siempre, con el que fabuló la mujer más importante de mi vida.
Contar historias es algo que, más allá de los resultados, me produce un tremendo placer y me ayuda, ¡cómo no!, a sentirme vivo. Me hace feliz reconocer que lo aprendí de la persona que más amo y necesito: mi madre, la vela que nunca se debe apagar. La vela que hoy cumple setenta años. ¿Qué regalo puedo darle? Sólo el que no vale dinero: el que está hecho de palabras, como esta historia de mi último libro titulado El niño de La Arboleda.
Arequipa, 3 de noviembre de 2022
LOS SECRETOS DE MAMÁ
Si sus compañeros del colegio se enteraran de que su madre fue la que le enseñó a hacer bailar un trompo, se metería en graves aprietos. Mejor callar y no contárselo a nadie. Esos secretos morirían con él. Cuando el asunto parecía cerrado, llegaban las preguntas que no sabía responderse a sí mismo: ¿Por qué su mamá? ¿Acaso él no tenía un padre? Es más, ¿no todos los hombres debían tener (y, además, emular a) un padre?
—Hay dos estilos —le explicaba mientras iba enrollando el trompo con una cuerda de pabilo.
—¿Cuáles?
—Uno para hombre y para mujer.
—Ah, ya —dijo y guardó silencio, ignorando cuál era la diferencia.
—Pero yo sé los dos.
—¿Y cómo así aprendiste, mamá?
—Tus tíos me enseñaron cuando yo era una mocosa: puedo hacerlo bailar como lo hacen los hombres y también como lo hacen las mujeres, ¿quieres ver?
—¡Sí! —le respondió entusiasmado.
—Mira entonces con atención. Es fácil —le indicó y luego su madre con mucha paciencia le enseñó, primero, el estilo femenino: lanzar el trompo de cabeza, hacia adelante y de inmediato jalarlo con la cuerda hacia atrás para que se ponga a bailar sobre su punta. Muy sencillo: cualquiera podría hacerlo—. Hasta la más torpe de las mujeres puede —le recalcó ella minimizando su pericia. Después, el estilo masculino: un poco más complicado. Hacia abajo contra el suelo, ya no de cabeza, sino parado. Y saber el momento exacto de tirar la cuerda hacia arriba. Listo. Si uno practicaba, con el tiempo podría tener el timing que le permitiría hacerlo bailar en la propia palma de la mano.
—¿Qué te parece? —le preguntó ella, mientras él contemplaba absorto cómo ese trompo de madera bailaba en la mano de su madre y luego ella ágilmente lo ponía en la otra palma. Lo pasaba de una mano a otra hasta que dejara de bailar.
—Eres muy buena, mamá.
—En todo —le dijo algo envanecida—. Tu madre te puede enseñar todo. Cualquier cosa…
Le costó un poco animarse a decírselo:
—Creo que papá no sabe…
—Lo que pasa es que él ha sido criado en la necesidad.
—¿En la necesidad?
—De niño no tenía ni para comprarse un trompo.
—¿Tanto así?
—Sí, hijo.
—¿No exageras?
—No.
—¿Y por qué la vida tiene que ser así?
—No todos los niños tienen una infancia feliz: él perdió a su madre a los pocos meses de nacido. ¿Te imaginas no tener mamá? ¿No tenerme a mí?
—No.
—Entonces trata de comprenderlo. A él no le han dado amor de niño, y le cuesta expresarlo. Cuando te lleva al mercado para comprar la comida de la semana, está tratando de demostrar que te quiere.
—¿El amor llena la barriga?
—El de tu papá, sí.
Mucho después, para aprender a dominar el balón de fútbol, también tuvo que volver a recurrir a su madre. Claro, cómo no iba a saber de fútbol, si su Julio había jugado de interior izquierdo en un equipo de Cerro Colorado.
Otra vez, madre e hijo, en el lugar de los aprendizajes: el patio de la casa. Le entrega la pelota de treinta y dos paños a su madre y ella la lanza al aire y la empieza a dominar con el pie derecho. Va contando en voz alta cada pique: uno, dos, tres, cuatro y, zas, pierde el control del balón. «Hace muchos años que no juego a la pelota —se excusó ella—: Si me pongo a practicar, te aseguro que no hago menos de treinta piques».
—En el colegio dicen que el fútbol es solo para hombres.
—No hagas caso —le aconsejó—. ¿Te parece mal que yo domine la pelota?
—No, no es eso…, pero…
—Pero ¿qué?
—Dime, no tengas miedo.
—Si ellos supieran…
—¿Quiénes son ellos? Habla claro.
—Ellos, pues, mis compañeros de clase. Si se enteraran de que tú eres la que me ha enseñado a hacer piques, no solo se burlarían de mí, sino también de ti. Y te juro, mamá, que no lo podría soportar…
—¿Qué me dirían? ¿Machona? ¿Marimacho?
—Sí, sí, sí —repitió—. Y cosas peores. Horribles.
—¿Yo te parezco un hombre?
—No, claro que no.
—Si no quieres que te molesten, entonces invéntate una historia. Les dices que tu papá fue quien te enseñó. Si quieres, exageras, les dices que es un capo, que sabe usar los dos pies, diles que juega mejor que tu tío Julio.
—¿Quieres que les mienta?
—Hijo, es una mentira piadosa. Mintiendo, en este caso, no le haces daño a nadie: ni a ti ni a mí ni a tu padre.
—¿Y mi papá se debe enterar?
—¿Tú qué piensas?
—Que no. Queda entre nosotros dos —le dijo y le guiñó el ojo.
Mamá sabía cosas de hombres. Mamá, a los ojos del niño, sabía todo. ¿Y su padre sabría algo de mujeres? No podía entender, por más que lo intentara, aquello de que alguien no tuviera infancia. O no tuviera una infancia feliz. ¿Qué clase de padre había sido el abuelo César Augusto? ¿Por qué todos lo admiraban y respetaban si ni siquiera se había tomado la molestia de enseñarle a jugar al fútbol a su padre? Todo era un desbarajuste.
Él quería ser como su mamá. ¿Eso lo convertía en mujer? ¿Había dentro de él un afeminado o algo que se le asemejara? Quizá estaba pensando tonterías. Sin embargo, durante los recreos no solo bastaba con controlar el balón —saber pegarle, hacer un pase, construir una pared—, sino también cierta violencia que a él lo crispaba. «Ponerle huevos —decían—: por eso este deporte es solo para hombres». Su madre no tenía huevos, pero era tan valiente como cualquiera de ellos. Si la vieran haciendo piques, todos la respetarían; y él estaría orgulloso de ser su hijo. O tal vez al revés. «Tu vieja se cree hombre —alguien se mofaría—. Es una machona».
—A ti, zurdo, ¿en qué puesto te gustaría jugar? —le preguntó su profesor de Educación Física y, de inmediato, el niño pensó en Maradona.
—Soy volante como mi papá —le mintió y se sintió aliviado. ¿Mentiras piadosas? Sí, claro. ¿En cuántas casas del mundo la madre sabe jugar al fútbol y el padre hace el mercado? Quizá, cuando fuera adulto, recién lo entendería. O quizá tampoco. Lo único que perduraría era el amor (y la admiración) que sentía por su madre.